miércoles, 16 de octubre de 2013

EL REGALO MAS GRANDE

LECCION DOMINGO 20 DE OCTUBRE 

JUAN 3: 14 – 21
ROMANOS 5: 8

INTRODUCCION:
                               Para tener información de primera mano sobre las cosas celestiales se tiene que haber estado presente en el salón del trono de Dios cuando se tomaron las decisiones. Pero, nadie ha subido al cielo. Por esta razón, el decreto de Dios referente a la redención de su pueblo está totalmente fuera del alcance del conocimiento del hombre a menos que le sea revelado.
¿No había realmente nadie con el Padre cuando se trazó el plan que se centra en el decreto de enviar  al Hijo al mundo para sobrellevar la maldición y libertar a los hombres? Sí, había uno, el que descendió del cielo, a saber el Hijo del Hombre.
El corazón y centro de este maravilloso plan de la redención aparece en los versículos 14–18. Se presenta, no como algo completamente nuevo, sino como algo que ya había sido parcialmente revelado en los tipos de la antigua dispensación; y en particular el tipo que constituye la serpiente que Moisés puso en alto para que todos pudieran verla. (Números 21).
DESARROLLO:
                        Israel se había rebelado otra vez. El pueblo había hablado contra Dios y contra Moisés, diciendo: “¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para que muramos en este desierto? Pues no hay pan ni agua, y nuestra alma tiene fastidio de este pan tan liviano” (Nm. 21:5). Por eso
Jehová había enviado serpientes ardientes entre el pueblo, las cuales mataron a muchos. Cuando el pueblo confesó sus pecados, Moisés oró por ellos. (Nm. 21:8,9).
Ahora bien, en Juan 3:14 las palabras “… como Moisés… así es necesario que el Hijo del Hombre”, indican claramente que el acontecimiento  narrado en Números 21 es un tipo del levantamiento del Hijo del Hombre.
En Jn. 3:14, 15, también el versículo 16, están claramente implícitos, los siguientes puntos de comparación:
a. En ambos casos (Nm. 21 y Jn. 3) la muerte amenaza como castigo del pecado.
b. En ambos casos es Dios mismo el que, en su gracia soberana, provee un remedio.
c. En ambos casos el remedio consiste en algo (o alguien) que debe ser levantado a la vista de todos.
d. En ambos casos todos los que, con corazón creyente, miran a lo que (o, a aquel que) es levantado, son curados.
Aquí, como siempre ocurre, el Antitipo trasciende enormemente al tipo. En Números el pueblo se enfrenta con una muerte física; en Juan la humanidad se ve bajo la pena de muerte eterna a causa del pecado. En Números lo que es levantado es el tipo; pero este tipo—la serpiente de bronce—no tiene poder para curar. Apunta hacia el Antitipo, Cristo, que es el que posee ese poder. En Números se subraya la curación física: cuando un hombre fijaba los ojos en la serpiente de bronce, se le devolvía la salud. Pero en Juan lo que se concede al que deposita su confianza en aquel que fue levantado es vida espiritual, vida eterna.
El “levantamiento” del Hijo del Hombre se presenta como una necesidad (cf. Mr. 8:31; Lc.24:7). No es un remedio más; es el único remedio posible para el pecado, pues sólo de esta forma se pueden satisfacer las exigencias de la justicia y la santidad— ¡y el amor!—de Dios. Aunque Cristo es levantado a la vista de todos, no salva, sin embargo, a todos. Leemos que es para que todo aquel que cree tenga en Él vida eterna.
Dado que los principales conceptos del versículo 15 vuelven a aparecer en el versículo siguiente, pasaremos inmediatamente al más precioso de todos los pasajes de la Biblia:
V 16. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo, el unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.
El infinito amor de Dios se manifestó de una forma infinitamente gloriosa. Este es el tema del texto de oro que se ha hecho tan querido a los hijos de Dios. Este versículo arroja luz sobre los siguientes aspectos de dicho amor: 
1. Su carácter (de tal manera amó), 2. Su autor (Dios), 3. Su objeto (el mundo), 4. Su don (el Hijo, el unigénito), y 5. Su propósito (que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna).
    Dios no ha dejado a la humanidad abandonada. Amó al mundo de tal forma que dio a su Hijo, al unigénito, con este propósito: que los que lo reciben con confianza y fe permanentes tengan vida eterna. Aunque el evangelio es anunciado a hombres de toda tribu y nación, no todo el que lo oye cree en el Hijo. Pero todo aquel que cree—sea judío o gentil—tiene vida eterna.
Para recibir esa vida eterna se debe creer en el unigénito Hijo de Dios. Pero es importante darse cuenta de que Jesús menciona la necesidad de la regeneración antes de hablar acerca de la fe (cf. 3:3, 5 con 3:12, 14–16). La obra de Dios dentro del alma siempre precede a la obra de Dios en que el alma coopera. Y puesto que la fe es, por consiguiente, el don de Dios , su fruto, la vida eterna, es también el don de Dios (10:28). Dios dio a su Hijo; Dios nos da la fe para aceptar al Hijo; y él nos da la vida eterna como recompensa por el ejercicio de esa fe. ¡A él sea la gloria por siempre jamás!

CONCLUSION:
El propósito de la venida de Cristo al mundo es primeramente un propósito salvador. El amor de Dios es único, pues resulta incomprensible para nuestra mentalidad cómo Él pudo enviar a su Hijo a un mundo sumido en el pecado, justamente para liberarlo del pecado y la condenación eterna. Es claro que la salvación entonces sólo se logra por medio de Jesucristo. Él es el único que ha satisfecho la justicia de Dios que nosotros con nuestros pecados habíamos ofendido, es por eso que hemos de recibirle con todo nuestro corazón.
La condenación es el destino que el hombre escoge libremente al rechazar a Jesús. Dios no es el autor del pecado, ni el culpable de la condenación de los hombres. El amor de Dios es, a la vez, un ultimátum: el hombre debe decidirse ante Cristo. En este sentido la fe es tremendamente necesaria para la salvación, pero el persistir en la incredulidad es una actitud pecaminosa que el hombre ha determinado escoger sin ninguna imposición externa.

El que ha nacido de nuevo  no debe temer el ser examinado por la luz de Cristo. El nuevo nacimiento implica tanto una comprensión del sacrificio expiatorio de Cristo, como nuestra propia miseria espiritual ante el Dios santo. El que ha experimentado este milagro de Dios en su vida se reconoce como pecador e indigno de la misericordia del Señor; además, el Espíritu comienza a obrar de tal manera en su vida que sabe que toda su conducta está ahora siendo hecha en presencia de Dios, por eso procura vivir una vida en santidad como fruto de la obra del Espíritu Santo en él. En cambio, el que persiste en la incredulidad ante Jesús no está interesado en venir a sus pies, ya que sabe que al hacerlo quedará al descubierto su pecado. Prefiere vivir con su pecado que lo llevará a la condenación, que verse reprendido en esta tierra por lo que está haciendo.

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