Lección Domingo 31 de Agosto de 2014
JUAN
11:17 AL 27
1°
TESALONICENSES 4:16
INTRODUCCIÓN

Desde
su tiempo, el cadáver se envolvía en una mortaja de hilo, que a veces recibía
el bonito nombre de «traje de viaje».
Todos los que podían asistían al funeral.
Los más posibles se suponían que, por cortesía o por respeto, se sumaban a la
comitiva hasta el cementerio. Una curiosa costumbre era que las mujeres iban
delante; se decía que, como había sido una mujer la que con su primer pecado
había traído la muerte al mundo, debían ser ellas las que dirigieran el cortejo
fúnebre hasta la tumba. Al pie de la tumba se hacían a veces discursos en
memoria de la persona difunta. Se esperaba de todos que expresaran su profunda
condolencia y, al retirarse de la tumba, se formaban dos filas largas por entre
las que pasaban los familiares más próximos. Pero había esta norma tan prudente:
no había que fastidiar a los que estaban de duelo con conversaciones vanas e
intempestivas. Se los dejaba en paz, en su trance, con su dolor.
En la casa del duelo se observaban ciertas
costumbres. Mientras estaba el cadáver allí, estaba prohibido comer carne o
beber vino, ponerse las filacterias o dedicarse a ninguna clase de estudio. No
se preparaba comida en la casa; y no se podía comer nada en presencia del
cadáver. Tan pronto como este se sacaba, se ponían al revés todos los muebles,
y los que estaban de duelo se sentaban en el suelo o en taburetes.
Al volver de la tumba se servía una comida que
habían preparado los amigos de la familia. Consistía en pan, lentejas y huevos
duros, que, por su forma, simbolizaban la vida que va rodando hacia la muerte. El
duelo duraba siete días, de los que los tres primeros se pasaban llorando.
Durante los siete días estaba prohibido ungirse, ponerse zapatos, dedicarse a
ninguna clase de estudio o de negocios y ni siquiera lavarse. A la semana del
duelo seguían treinta días de luto riguroso. Así es que, cuando Jesús se sumó a
los que habían en la casa de Betania, encontró lo que se esperaría en una casa
en duelo.
DESARROLLO
(17-19).Betania se encontraba a unos tres kilómetros (15 estadios) de
la ciudad de Jerusalén. Muchos judíos habían ido a la casa de Marta y María
para consolarlas por la muerte de su hermano. Durante los siete días que duraba
el duelo, era común que los amigos visitaran a la familia para ofrecer sus
condolencias y llorar junto a ella.
Cuando Jesús llega a Betania, Lázaro había estado muerto cuatro días.
Una creencia judía sostenía que cuando alguien moría, el alma del muerto
permanecía cerca del cuerpo durante tres días, pero que al cuarto se iba
definitivamente y ya no había posibilidad de que volviera al cuerpo. La muerte,
entonces, era irreversible. Era con ese trasfondo en mente que los judíos
serían testigos del milagro que Jesús llevaría a cabo. Para ellos ya no había
esperanza de vida para Lázaro.
(20-27) En esta
historia, también, Marta es todo un personaje. Cuando Lucas nos habla de Marta
y María (Lucas 10:38- 42), nos presenta a Marta como la mujer de acción, y a
María como la que más bien se sentaba tranquila. Así aparecen aquí. Tan pronto
como les anunciaron que Jesús venía de camino, Marta salió a su encuentro,
porque no podía estarse quieta; pero María se quedó esperándole. Cuando Marta
llegó a donde estaba Jesús, el corazón se le salía por los labios. Aquí tenemos
una de las expresiones más humanas de toda la Biblia; porque Marta habló, en
parte con un reproche que no se podía guardar para sí, y en parte con una fe
que nada podía hacer vacilar. « ¡Señor -Le dijo-, si hubieras estado aquí no se
habría muerto mi hermano!» En sus mismas palabras podemos leer su pensamiento.
Marta habría querido decir: «Cuando recibiste nuestro recado, ¿por qué no
viniste en seguida? Lo has dejado para demasiado tarde.»
Pero tan pronto como se le escaparon esas
primeras palabras, las siguieron otras que eran las de la fe, una fe que
desafiaba los hechos y la experiencia. «Aun a pesar de todo dijo movida por una
esperanza desesperada, aun a pesar de todo, yo sé que Dios te dará lo que le
pidas.» Cuando Marta declaró su fe
ortodoxa judía sobre la vida por venir, Jesús dijo de pronto algo que le daba a
esa fe una nueva realidad y un nuevo significado. «Yo soy la Resurrección y la
Vida le dijo Jesús. El que crea en Mí, vivirá aunque haya muerto; y todos los
que estén vivos y crean en Mí, no morirán nunca.» ¿Qué quería decir
exactamente? El pensamiento de toda una vida no bastaría para revelar todo su
contenido; pero debemos intentar captar todo lo que podamos.
Una cosa está clara, y es que Jesús no
estaba pensando en términos de la vida física; porque, hablando humanamente, no
es verdad que los que creen en Jesús no se mueren nunca. Los cristianos
experimentan la muerte física tanto como los que no lo son.
Debemos buscar un significado más que físico.
1..Jesús
estaba pensando en la muerte del pecado. Estaba diciendo:
«Aunque una persona esté muerta en el pecado; aunque, por sus pecados, haya
perdido todo lo que hace que la vida merezca llamarse vida, Yo puedo
hacer que
vuelva a estar viva otra vez.»
2..Jesús
estaba pensando también en la vida venidera. Él trajo la certeza de
que la muerte no es el final. Las últimas palabras de Eduardo III el Confesor
fueron: « No lloréis. Yo no me voy a morir. Al dejar la tierra de los que
mueren, confío en ver las bendiciones del Señor en la tierra de los que viven.»
Llamamos a este mundo la tierra de los vivientes; pero sería más correcto
llamarlo la tierra de los murientes. Por Jesucristo sabemos que vamos de
camino, no hacia el ocaso, sino hacia el amanecer; sabemos que la muerte es una
puerta en el firmamento. En el sentido más auténtico, no vamos de camino hacia
la muerte, sino hacia la vida.
¿Cómo sucede
esto? Sucede cuando creemos en Jesucristo. ¿Y qué quiere decir eso? Creer en
Jesús quiere decir aceptar todo lo que ha dicho Jesús como la verdad absoluta;
y jugarnos la vida con entera confianza en que es así. Cuando hacemos eso,
entramos en dos nuevas relaciones.
(a) Entramos
en una nueva relación con Dios. Cuando creemos que Dios es como nos ha
dicho Jesús, llegamos a estar absolutamente seguros de Su amor, y de que es,
por encima de todo, un Dios redentor. El miedo a la muerte se desvanece, porque
morir es ir con el gran amador de las almas humanas.
(b) Entramos
en una nueva relación con la vida. Cuando aceptamos el camino
de Jesús; cuando tomamos sus mandamientos como nuestra ley, y cuando nos damos
cuenta de que Él está siempre dispuesto a ayudarnos a vivir como Él
nos manda, la vida se convierte en algo totalmente nuevo. Está revestida de un
nuevo encanto, una nueva delicia, una nueva fuerza. Y cuando hacemos nuestro el
camino de Jesús, la vida se convierte en una cosa tan preciosa que no podemos
concebir que se acabe quedando incompleta.
Cuando creemos en Jesús, cuando aceptamos lo
que Él nos dice acerca de Dios y acerca de la vida y nos jugamos el todo por el
todo a que es verdad, resucitamos de veras, porque somos liberados del miedo
que caracteriza a la vida sin Dios; somos liberados de la frustración que
caracteriza a la vida sometida al pecado; somos liberados de la vacuidad de la
vida sin Cristo. La vida se eleva de la muerte del pecado para llegar a
ser algo tan auténtico que no puede morir, y que no encuentra en la muerte más
que la transición a una vida superior.
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