lunes, 4 de agosto de 2014

“Yo y el Padre uno somos”

Domingo 10 de Agosto de 2014

JUAN 10:22 AL 30
2° TIMOTEO 2:19



INTRODUCCIÓN

    La fiesta de la Dedicación, llamada también la fiesta de las Luces, se celebraba en memoria de la rededicación del templo por Judas Macabeo en 164 a. de J.C., después de haber sido profanado por Antíoco Epífanes, rey de Siria. Este rey mandó sacrificar un cerdo sobre el altar en el templo, derramando los jugos del sacrificio sobre los rollos sagrados. Este sacrilegio tan repugnante para los judíos sirvió para despertar en ellos en vivo anhelo de derrocar a Epífanes (el ilustre), llamado por los judíos “Epímanes” (el loco). La fiesta de ocho días se celebraba a partir del 25 del mes de Kislev (nuestro noviembre/diciembre). La figura de luces, que se destacaban como parte integral del festejo, no miraba hacia atrás a la dirección divina en el tiempo de Moisés, sino hacia adelante a un nuevo y glorioso día que el Mesías inauguraría, asegurando una independencia nacional y prosperidad material. Jesús aprovechó la esperanza mesiánica, especialmente intensa durante la fiesta, para presentarse.


DESARROLLO

  (vv.22 al 28) Detrás de esa pregunta había dos actitudes mentales. Había algunos que genuinamente querían saberlo, y esperaban anhelantes la respuesta. Pero había otros que, sin duda, usaban aquella pregunta como una trampa. Querían inducir engañosamente a Jesús a que hiciera una declaración que se pudiera tergiversar, ya fuera para convertirla en un delito de blasfemia aceptable para sus tribunales, o en una acusación de insurrección de la que se encargaría el gobernador romano.

   La respuesta de Jesús fue que ya les había dicho quién era. Es verdad que no lo había dicho con todas sus letras; porque, según nos cuenta la historia Juan, Jesús había presentado sus credenciales en privado. A la Samaritana se le había revelado como el Mesías (Juan 4:26), y al que había nacido ciego, como el Hijo del Hombre (Juan 9:37). Pero hay algunas declaraciones que no hay por qué hacer de palabra, especialmente a una audiencia cualificada para percibirlas. Había dos cosas acerca de Jesús que le colocaban más allá de toda duda, las expresara con palabras o no. (v.25)La primera eran sus obras. Había sido la visión de la edad de oro que había tenido Isaías: «Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos, y los oídos de los sordos se destaparán. Entonces el cojo saltará como un ciervo, y cantará de gozo la lengua del mudo» (Isaías 35:5- 6).

   Cada uno de los milagros de Jesús era una prueba de que había venido el esperado Mesías. (v.27)La segunda eran Sus palabras. Moisés había anunciado que Dios levantaría a un Profeta al que el pueblo tendría que oír (Deuteronomio 18:15). El mismo acento de autoridad con que hablaba Jesús, la manera regia en que abrogó la antigua ley y puso en su lugar sus enseñanzas, eran una prueba fehaciente de que Dios hablaba por medio de Él.

    Las palabras y las obras de Jesús eran una demostración de que Él era el Ungido de Dios. Pero la inmensa mayoría de los judíos no habían aceptado esas pruebas. Como hemos visto, las ovejas de Palestina conocían la llamada especial de su propio pastor, y la obedecían; esos no eran del rebaño de Jesús. En el cuarto evangelio subyace la doctrina de la predestinación. Las cosas suceden siempre como Dios las había programado. Juan está diciendo realmente que aquellos judíos estaban predestinados para no seguir a Jesús. De una manera o de otra todo el Nuevo Testamento mantiene en equilibrio dos ideas aparentemente opuestas: el hecho de que todo sucede conforme al propósito de Dios y, al mismo tiempo, que la libertad humana es responsable. Esos judíos se habían hecho a sí mismos tales que estaban predestinados para no aceptar a Jesús; y sin embargo, según Juan, eso no los hace en nada menos condenables.

    (vv.28) Pero, aunque la mayoría no aceptaron a Jesús, algunos sí; y a ellos Jesús les prometió tres cosas.

(i) Les prometió la vida eterna. Les prometió que, si le aceptaban como Maestro y Señor, si llegaban a ser de su rebaño, toda la pequeñez de la vida terrenal se pasaría, y conocerían la gloria y la magnificencia de la vida de Dios.

(ii) Les prometió una vida que no tendría fin. La muerte no sería el fin, sino un nuevo principio; conocerían la gloria de una vida indestructible.

(iii) Les prometió una vida segura. Nada los podría arrebatar de su mano. Eso no quería decir que no experimentarían la aflicción, el sufrimiento y la muerte; sino que, en los más dolorosos momentos y en las horas más oscuras se darían cuenta de que los brazos eternos estarían sosteniéndolos y rodeándolos. Aun en un mundo que se precipita al desastre experimentarían la serenidad de Dios.

     (vv.29 y 30) Ahora llegamos a la suprema afirmación: « Yo y el Padre somos uno solo,» dijo Jesús. ¿Qué quería decir? ¿Es un misterio absoluto, o podemos entender por lo menos un poquito de ello? ¿Tiene uno que ser un teólogo o un filósofo para captar aunque sólo sea un fragmento del sentido de esta tremenda afirmación?

   Si vamos a la misma Biblia en busca de interpretación, encontramos que es, de hecho, tan sencillo que la mente más sencilla lo puede comprender.    Vayamos al capítulo 17 del evangelio de Juan, que nos transcribe la oración de Jesús por sus seguidores antes de ir a su muerte: «Padre Santo, mantenlos en tu nombre a los que me has dado, para que sean una sola cosa, como lo somos nosotros» (Juan 17.11). Jesús concebía la unidad de los cristianos unos con otros como la misma que había entre Él y Dios. En el mismo pasaje de Juan 17: 20-22. Jesús está diciendo sencillamente y con una claridad que nadie puede dejar de comprender que la finalidad de la vida cristiana es que los cristianos sean una sola cosa como Él y el Padre son una sola cosa.

     ¿Cuál es la unidad que debe existir entre cristiano y cristiano? Su secreto es el amor (Juan 13:34). Los cristianos son una sola cosa porque se aman; de la misma manera que Jesús es una sola cosa con Dios porque le ama.

     Pero podemos ir más adelante. ¿Cuál es la única prueba del amor? Vayamos otra vez a las palabras de Jesús en Juan 15:10. Juan 14:23-24.  Juan 14:15. Juan 14:21.

    El vínculo de la unidad es el amor, y la prueba del amor es la obediencia. Los cristianos son una sola cosa unos con otros cuando se mantienen unidos por el amor y obedecen las palabras de Cristo. Jesús era una sola cosa con Dios porque le amaba y obedecía como ningún otro. Su unidad con Dios fue la unidad del perfecto amor manifestado en la obediencia perfecta.

    Cuando Jesús dijo: « Yo y el Padre somos una sola cosa,» no se estaba moviendo en el mundo de la filosofía y de las abstracciones, sino en el de las relaciones personales. Nadie puede entender de veras lo que quiere decir una frase como «una unidad de esencia»; pero cualquiera puede entender lo que es la unidad de corazón. La unidad de Jesús con Dios venía del perfecto amor y la perfecta obediencia. Jesús era una sola cosa con Dios porque le amaba y obedecía perfectamente; y vino a este mundo para hacernos lo que Él es.

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