martes, 17 de febrero de 2015

LA ORACION DE JESUS POR LOS QUE HAN DE CREER

LECCIÓN DOMINGO 22 DE FEBRERO DE 2015

JUAN 17:20 AL 26
ROMANOS 12:5

INTRODUCCIÓN 

      En esta sección, la oración de Jesús ha ido extendiéndose gradualmente hasta abarcar todos los límites de la Tierra. Empezó pidiendo por Sí mismo al encontrarse frente a la Cruz. Pasó luego a pedir por Sus discípulos, y por el poder protector de Dios para ellos. Ahora Su oración remonta el vuelo para contemplar el futuro y los países distantes, y ora por todos los que en tierras y edades todavía lejanas llegarán a conocer y aceptar el Evangelio.


DESARROLLO

  Vv.20-22 Aquí se nos despliegan dos grandes características de Jesús. La primera: contemplamos su fe integral y su radiante certeza.
    Primero en aquel momento sus seguidores eran pocos; pero, aun con la Cruz cerrándole aparentemente el paso, su confianza permanecía inalterable, y estaba pidiendo por los que llegarían a creer en su nombre. Este pasaje debería sernos especialmente precioso, porque en él vemos a Jesús orando por nosotros. La segunda: vemos la confianza que tenía en sus hombres. Sabía que no habían llegado a entenderle del todo; sabía que al cabo de muy poco tiempo iban a abandonarle cuando más los necesitara. Sin embargo Jesús veía en esos mismos hombres, con una confianza total, a los que iban a extender Su nombre por todo el mundo. Jesús no perdió nunca ni la fe en Dios ni la confianza en sus hombres.
   ¿Cuál fue su oración por lo que llegaría a ser la Iglesia? Que todos sus miembros fueran una sola cosa, como lo eran El y el Padre. ¿Qué era esa unidad por la que Jesús pedía? No era una unidad de administración u organización; no era, en ningún sentido, una unidad eclesiástica. Era una unidad de relación personal. Ya hemos visto que la unión entre Jesús y Dios era la del amor y la obediencia. Era la unidad del amor la que Jesús pedía al Padre, una unidad en la que las personas se amaran porque le amaban a Él, una unidad basada totalmente en una relación de corazón a corazón.
    Los cristianos no van a organizar sus iglesias nunca de la misma manera en todas partes. Nunca darán culto a Dios exactamente de la misma forma. Ni siquiera llegarán a creer exactamente las mismas cosas y de la misma manera. Pero la unidad cristiana trasciende todas esas diferencias y une a las personas en amor. La causa de la unidad cristiana en el momento presente, como, por supuesto, a lo largo de toda la historia sufre y peligra porque los seres humanos aman sus propias organizaciones eclesiásticas, sus credos y sus rituales, más que a sus hermanos. Si nos amáramos realmente los unos a los otros y a Cristo no habría iglesias que excluyeran a nadie que fuera discípulo de Cristo. El amor que Dios planta en el corazón de las personas es lo único que puede demoler las barreras que se han erigido entre unos y otros y entre sus respectivas iglesias.
  Además, según lo vio y lo pidió Jesús, había de ser precisamente esa unidad la que convenciera al mundo de la verdad del Evangelio y del lugar de Cristo. Es más fácil y natural para los humanos el estar divididos que el estar unidos. Es más humano para las personas el disgregarse que el congregarse. La unidad verdadera entre todos los cristianos sería «un hecho tan sobrenatural que revelaría una intervención sobrenatural.» Y lo trágico es que ese frente unido es lo que la Iglesia no le ha presentado nunca al mundo. Ante la desunión de los cristianos, el mundo no puede ver el valor supremo de la fe cristiana. Es nuestra obligación personal el demostrar esa unidad del amor con los semejantes que es la respuesta a la oración de Cristo.
  Vv.22-26 En primer lugar, Jesús dijo que les había dado a sus discípulos la gloria que el Padre le había dado a Él.
    Debemos comprender bien lo que quería decir. ¿Cuál era la gloria de Jesús? Él mismo hablaba de ella de tres formas.
(a) La Cruz era su gloria. Jesús no hablaba nunca de ser crucificado, sino de ser glorificado. Por tanto, en primero y principal lugar, la gloria del cristiano es la cruz que le corresponde llevar. Es un honor sufrir por Jesucristo. No debemos considerar nuestra cruz como nuestro castigo, sino como nuestra gloria. Cuanto más dura era la tarea que se le asignaba a un caballero andante, mayor consideraba su gloria. Cuanto más dura sea la tarea que se le imponga a un estudiante, o a un artesano, o a un cirujano, tanto mayor honor le corresponde.
   En efecto, lo que se quiere decir es que, cuando el ser cristiano supone difíciles renuncias o privaciones, y aun esfuerzos y sacrificios, debemos considerarlo como una gloria que Dios nos otorga.
(b) La perfecta obediencia de Jesús a la voluntad de Dios era Su gloria. Nosotros encontramos la nuestra, no en hacer lo que nos gusta a nosotros, sino lo que Dios quiere de nosotros. Cuando tratamos de hacer lo que nos gusta como muchos de nosotros hemos hecho no cosechamos más que dolor y desastre, para nosotros y para otros. La verdadera gloria de la vida la encontramos en hacer la voluntad de Dios. Cuanto mayor la obediencia, mayor la gloria.
(c) La gloria de Jesús consiste en el hecho de que, al considerar su vida, se reconoce su relación única y exclusiva con Dios. Es indudable que nadie podría vivir como Él si no estuviera en una relación extraordinariamente íntima con Dios. Como con Cristo, nuestra gloria consiste en que se vea en nuestra vida el reflejo de Dios.
En segundo lugar, Jesús dijo que era su deseo que sus discípulos vieran su gloria en los lugares celestiales. El cristiano va a compartir todas las experiencias de Cristo. Si comparte su Cruz, también compartirá su gloria.  Palabra fiel es esta: Si morimos con Él, también viviremos con Él; si resistimos, también reinaremos con Él» (2 Timoteo 2:11-12). Aquí y ahora vemos borrosamente, como en un espejo, la gloria del Señor; pero un día le veremos cara a cara (1 Corintios 13:12; 2 Corintios 3: 18). El gozo que experimentamos aquí y ahora es sólo un adelanto del que disfrutaremos entonces allá. La promesa de Cristo es que si compartimos su gloria y sus sufrimientos en la Tierra, compartiremos su gloria y su triunfo cuando haya terminado nuestra vida presente ¿Qué mayor promesa podría habérsenos hecho?
    Después de esta oración de Jesús pasamos inmediatamente a la traición, el juicio y la Cruz. Ya no hablaría más con sus discípulos antes de padecer. Es maravilloso y precioso recordar que, inmediatamente antes de aquellas terribles horas, sus últimas palabras no fueron de desesperación, sino de gloria.


CONCLUSIÓN

En la conclusión de la oración de Jesús, él, una vez más, se refirió al nombre del Padre (17.25). Declaró el hecho de que el mundo no había conocido al Padre, pero que él sí lo había conocido. Luego, siguió diciendo que, a causa de su ministerio, los discípulos habían llegado a conocer que el Padre había enviado al Hijo (14.26). Tal como Jesús le había dicho anteriormente a Felipe: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (14.9). Luego, justo antes de la oración que hemos estado estudiando, los discípulos le habían dicho a Jesús: “Creemos que has salido de Dios” (16.30).
   Así, el conocimiento del Padre, había sido dado por Jesús a los discípulos. La última petición que Jesús hizo fue que el amor del Padre hacia el Hijo pudiera también ser dado por Jesús a los discípulos. La extensión del evangelio del Padre al Hijo, de éste a los discípulos, y, finalmente, de éstos a todo el mundo, es algo por lo que Jesús oró la noche antes de ser crucificado. Fue una preocupación que le embargó en gran manera su corazón, y no hay duda de que ¡sigue allí en su corazón hoy día!
  El Hijo conocía el gozo de ser “uno” con el Padre, y él desea que todo el mundo conozca el gozo de ser “uno” con el Padre y con el Hijo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario