viernes, 27 de febrero de 2015

Traición y Arresto de Jesús

LECCIÓN ESCUELA DOMINICAL DOMINGO 01 DE MARZO DE 2015

JUAN 18:1-11
HECHOS 3:18

INTRODUCCIÓN

    Cuando terminaron la última cena, y Jesús acabó de hablar con sus discípulos y de orar a su padre, salieron del aposento alto. Se dirigieron al huerto de Getsemaní. Saldrían por una ladera, bajarían el empinado valle y cruzarían el canal del arroyo cedrón. Allí tiene que haber sucedido algo simbólico. Todos los corderos pascuales se mataban en el templo, y su sangre se derramaba sobre el altar como ofrenda a Dios. El número de corderos que se sacrificaban en la Pascua era inmenso. En una ocasión, treinta años después de esta escena, se hizo un censo que dio por resultado el total de 256,000 corderos. Podemos figurarnos cómo estarían de sangre los atrios del templo cuando se echaba toda aquella sangre sobre el altar. Desde este había un canal hasta el torrente Cedrón, y era por donde se drenaba la sangre. Cuando Jesús cruzó el torrente, estaría todavía rojo de la sangre de los corderos que se habían sacrificado; y Él pensaría en su propio Sacrificio, que habría de consumarse a las pocas horas.

DESARROLLO

  Debe considerarse como posible (cf. Lc. 21:37; 22:39) que Jesús y sus discípulos hubieran pasado en Getsemaní la noche del martes y la noche del miércoles. ¿Había quizá ahí una gruta o una casita, algún lugar para dormir, y era el propietario del huerto seguidor de Jesús? Getsemaní era, en todo caso, un lugar acostumbrado de reuniones para el Maestro y sus discípulos. Era un lugar tranquilo de oración y probablemente de enseñanza.

   ¡Y Judas lo sabía! Había estado ahí con Jesús. Era, por tanto, relativamente fácil para él conducir a un grupo de soldados y a un pelotón de guardas del templo al lugar donde podrían encontrar a Jesús. En este mismo momento Judas estaba en camino. El evangelista lo describe en vivos colores: Judas lo estaba entregando. Véase versículo 3. No solo Judas conocía el lugar, sino que Jesús sabía que Judas lo conocía. Sin embargo,  Jesús fue allá. Al buen pastor no lo van a “atrapar”. No, va a “entregar su vida” como sacrificio voluntario. A petición del Sanedrín (cf. Mt. 27:62–66) se había movilizado una compañía, probablemente de la torre de Antonio. Esta fortaleza estaba situada en el extremo noroeste del área del templo. En este castillo el gobernador romano mantenía a un cierto número de soldados. Durante las festividades judías, cuando los patriotas judíos acudían en gran cantidad a Jerusalén y su entusiasmo era elevado, la guarnición se aumentaba, a fin de estar listos para cualquier emergencia. No se conoce el número exacto de soldados en este destacamento. Aunque una compañía ordinariamente consistía en 600 hombres (la décima parte de una legión). Parece muy probable que se había obtenido de Pilato, el gobernador, permiso para utilizarlo (cf. Mt. 27:62). Mt. 27:18, 19 prueba claramente que Pilato conocía el “caso” de Jesús antes de que el acusado fuera de hecho conducido ante él. 

    Nada se le ocultaba a la mente de Jesús. En cuanto a este conocimiento de Jesús véase sobre 1:42, 47, 48; 2:24, 25; 5:6; 6:64; 13:1, 3; 21:17. La agonía del Getsemaní (la oración de que le fuera retirada la copa, el sudor de sangre, etc.) había pasado. Ahora no queda nada sino decisión tranquila, majestad sublime. Por eso Jesús salió. ¿De dónde? No se da la respuesta; por ello no se tiene certeza. Unos dicen “de la puerta del huerto”; “de la gruta”; o “de la casa”. Para otros (y nos inclinamos a estar de acuerdo con ellos) el significado es “de entre los árboles del huerto”; es decir, salió de la oscuridad relativa a la luz, a campo abierto, adelantándose hasta que estuvo frente al grupo. Mientras hacía esto Judas realizó ese acto que ha hecho que todas las generaciones posteriores retrocedan de horror a la simple mención de su nombre. Abrazando a Jesús, lo besó varias veces, mientras decía, “¡Salud, Rabí! Véase Mt. 26:49. Esta era la señal pre acordada. ¡Qué malvado, qué diabólico! ¡Para la peor acción que jamás se haya cometido Judas escogió la noche más sagrada (la de la Pascua), el lugar más sagrado (el santuario de las devociones del Maestro), y el símbolo más sagrado, un beso! Y también ¡qué tremendamente ridículo! ¡Como si Jesús no se hubiera identificado a sí mismo! Después de acabar con Judas, Jesús preguntó al grupo (en especial a sus líderes): “¿A quién buscáis?” Estaba a plena vista de todos. Daba su vida como rescate a cambio de muchos. El dueño de vientos y mareas estaba también en control total de la situación presente. Probablemente se dijo en el lenguaje exacto de la orden oficial que el grupo había recibido de las autoridades. “Jesús, el hombre de Nazaret” debía ser el objeto de la búsqueda. Jesús les dijo: Yo soy. ¡Eran innecesarios todos los besos que dio Judas! Aquí en el versículo 4 vemos a Jesús como al gran Profeta, dándose a conocer a sí mismo. En el versículo 6 lo vemos como el Rey de reyes. En los versículos 7 y 8, como el Sumo sacerdote compasivo, que amorosamente cuida de los suyos. Cuando les dijo: Yo soy, retrocedieron, y cayeron a tierra. ¡Qué espectáculo se presenta ahora! De repente, ante la palabra de Jesús (“Yo soy”), los supuestos aprehensores pierden el equilibrio. Retroceden y caen al suelo. Lo inesperado de la conducta de Cristo (el hecho de que por voluntad propia les saliera al paso), la forma en que había tomado toda la situación en sus manos, la majestad de su voz y la mirada de sus ojos, todo esto puede haber ayudado a producir el efecto que se describe aquí.

v 7-8 La conducta más vil de ellos fue seguida de la pregunta digna de él: “volvió a preguntarles”. Interroga a estos soldados derribados. La pregunta fue la misma de antes. Y también lo fue la respuesta. Pero ahora Jesús pone de relieve el propósito de su interrogación. Habiéndolos obligado dos veces a repetir sus órdenes, él, por el sonido de la voz de ellos, y por el contenido de sus respuestas, les ha hecho ver que Jesús nazareno y sólo él, debe ser detenido. “si me buscáis a mí— como, desde luego, lo hacéis—entonces dejad que estos hombres (los discípulos) se vayan” (o: se retiren). El sumo sacerdote protege amorosamente a los suyos.

   Entonces Pedro, habiendo sacado su espada, cayó sobre el siervo del sumo sacerdote, y—probablemente debido a que el siervo saltó rápidamente hacia un lado—le cortó la oreja. Tanto Juan como Lucas nos informan que fue la oreja derecha. El nombre del siervo era Malco.

   Lucas  menciona el hecho de que Jesús tocó la oreja del siervo y la curó (Lc. 22:51). Jesús reprende fuertemente a su voluntarioso discípulo, y le dice que envaine la espada (cf. Jer. 47:6). Las razones de esta orden se pueden sintetizar así:

(1) La que se da aquí, “la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” Ha terminado la lucha en Getsemaní. Jesús ya no pide que la copa del sufrimiento más amargo y la muerte eterna en la cruz pasen de él (cf. Mt. 26:39). Está totalmente decidido a beberla. Es la copa que el Padre le ha dado. En consecuencia no debe ahuyentarse al enemigo por medio de la espada. El buen pastor debe ofrecerse voluntariamente y la acción de Simón contradice esta determinación.

(2) Jesús debe poder decir a Pilato: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí” (18:36).

(3) Si hubiera sido el deseo de Jesús defenderse, tenía otros medios a su disposición, por ejemplo, más de doce legiones de ángeles (Mt. 26:53). La acción precipitada y violenta de Pedro era totalmente innecesaria.

(4) “Todos los que tomen espada, a espada perecerán” (Mt. 26:52).
Antes de entregarse a este grupo, Jesús aprovecha la oportunidad para poner de relieve el carácter cobarde de este vil asalto, lejos del público, y en medio de la noche. También pone de relieve que su entrega es “según el plan”. Fue para que se cumplieran las Escrituras (Mt. 26:55, 56). En consecuencia, su entrega no fue, en realidad, rendición. ¡Fue victoria!


   En lo que maniatan y llevan a Jesús, los discípulos se dispersan. Fue atrapado uno de los seguidores del Maestro—no uno de los doce—alguien que rápidamente se había cubierto con una sábana. Sin embargo, dejó la sábana en manos de su perseguidor, y huyó desnudo.

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