miércoles, 18 de marzo de 2015

Negación de Pedro y Jesús ante Pilato

Lección Domingo 22 de Marzo de 2015

JUAN 18:25 AL 32
MATEO 26:33-34

INTRODUCCIÓN

   En tanto que juzgaban a Jesús ante Caifás (véase sobre 18:19), y él se proclamaba a sí mismo Hijo de Dios, afirmación que los que la oyeron llamaban blasfemia, y en tanto que, como consecuencia de ello, Jesús se veía sometido a ofensas e injurias, su sufrimiento se vio agravado por la perversa conducta de Pedro. Esta fue la tercera situación en relación con la cual Pedro negó a su Señor. La primera se relata en 18:15–18. Juan no dice nada respecto a la segunda.

Según Mateo, Marcos y Lucas, una vez que el descarriado discípulo había sido entrampado en su primera negación, trató de salir del edificio. Llegó hasta el pórtico. Aquí las dos porteras—la que terminaba su servicio y la que había venido a sustituirla—dijeron a los que estaban por allá, “También este estaba con Jesús el Nazareno. Es uno de ellos”. Por lo menos uno de los hombres que estaban por allí quiso agregar algo, y dirigiéndose directamente a Pedro, le dijo, “Tú eres uno de ellos”. Esta vez Simón ya estaba fuera de sí de ira. Hizo algo que no había hecho en la primera negación. Con juramento (Mt. 26:72) lo negó, diciendo con decisión, “no conozco al hombre”.

DESARROLLO

   Cuando Juan reasume el relato, pedro se encuentra de nuevo en el patio, de pie, calentándose, como antes (durante la primera negación; véase sobre 18:18). Parece que su intento de huir del palacio no había tenido éxito. Durante la hora que había transcurrido desde la segunda negación la sospecha que se había suscitado en torno a él probablemente había ido creciendo. Para este entonces todo el mundo había oído hablar de ello. Por esto “ellos” le dijeron. Pero ¿quiénes son ellos? evidentemente los siervos y los alguaciles, los hombres que estaban junto al fuego con pedro (cf. 18:18, 25; mt. 26:73; mr. 14:70b).

   Así pues, le dijeron, “¿seguramente tú no eres de sus discípulos, verdad?” algunos se mostraron incluso más osados, y afirmaron con firmeza, “ciertamente, tú también eres uno de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre. Eres galileo” (mt. 26:73; mr. 14:70b).

  Algunos hablaban a pedro (cf. el relato de mateo y de marcos); otros hablaban acerca de él (cf. el relato de Lucas). ¡Esto era suficiente como para afectar a cualquiera, sobre todo a una persona tan emotiva como Simón!

   Él lo negó, y dijo: no lo soy. “hombre, no sé lo que dices”, dijo pedro a uno de ellos (lc. 22:60). Ahí estaba echando sobre sí una maldición tras otra. Según el relato del escritor del cuarto evangelio, esta fue la segunda negación. Véase, sin embargo, sobre 18:15. Cómo debe haber entristecido esto al maestro, mucho más incluso que la conducta hipócrita de Caifás y los golpes que recibió de los guardas.

   La tercera negación (según parece contarlas Juan) fue consecuencia de la segunda. Las dos van juntas, y pertenecen a la misma situación, a saber, el momento después de que simón había regresado del pórtico y se encontraba de nuevo con los guardas y siervos, calentándose. El incidente específico referido ahora se encuentra sólo en el evangelio de Juan. Debe tenerse presente que el discípulo amado conocía al sumo sacerdote, y al parecer también a su servidor, cuyo nombre conocía (Malco), y a la portera (o porteras). Véase sobre 18:10, 15, 16. Por ello, no es sorprendente que también conociera a cierta persona que era pariente de Malco. Esa persona había estado en el huerto durante el arresto. Había visto lo que pedro lo había hecho a Malco. Por lo menos, estaba casi seguro de que era pedro. Casi, pero no totalmente seguro. Por esto le dijo a pedro, “¿no te vi yo en el huerto con él (o sea, con Jesús)?” la pregunta se plantea de tal manera que se espera una respuesta afirmativa.

Se podría también traducir, “yo te vi en el huerto con él, ¿no es verdad?”

Pedro volvió a negarlo. En este mismo instante cantó un gallo. Cierto que ya había cantado el gallo antes una vez, a saber, después de la primera negación (mr. 14:68). Entonces, sin embargo, no había llamado la atención. Esta vez, sin embargo, era diferente, porque en este mismo instante pedro notó que alguien lo miraba a los ojos (lc. 22:61). Esa mirada, tan llena de dolor y sin embargo tan llena de amor, despertó la memoria de pedro. De repente recordó las palabras que Jesús había pronunciado al predecir las tres negaciones (véase sobre 13:38). Salió y lloró como se esperaría que pedro llorara, amarga e intensamente (lc. 22:62). Lleno de profundo sentimiento es también la forma en que lo dice marcos: “y pensando en esto, lloraba” (mr. 14:72).

   Entonces llevaron a Jesús de casa de Caifás  a la residencia del gobernador. Jesús debe haber sido mantenido prisionero desde las tres de la mañana hasta el alba. Entonces, a esa hora tan temprana (véase Mr. 15:1) se convocó al Sanedrín. La intención era pasar de inmediato a Jesús a Pilato, antes de que las multitudes de Jerusalén se dieran cuenta de lo que sucedía. Además, ¡todo debía concluir antes del sábado! La sesión del alba—¡bastaron unos pocos minutos!—probablemente se celebró para dar avisos de legalidad al procedimiento corrupto que había distinguido a la sesión de la noche. Véase sobre 18:19. Resulta razonable que una vez que se hubo pronunciado oficialmente el veredicto del Sanedrín, Jesús tuviera que ser conducido a Poncio Pilato, gobernador romano. El Sanedrín tenía el derecho de decretar la muerte, pero no tenía el derecho de ejecutar tal decreto. Para ejecutarlo, los romanos debían tomar la decisión.

     Jesús, pues, fue llevado ante este gobernador. Este, probablemente informado por los soldados de guardia que una delegación del Sanedrín había traído a un prisionero, y que esa delegación se negaba a entrar en el pretorio, salió a su encuentro. De pie en una galería o porche en la calzada frente a su residencia (véase sobre 19:13), pidió a los dirigentes judíos que hicieran su alegato. “¿Qué acusación traéis contra este hombre?”, dijo. La pregunta era, desde luego, totalmente apropiada. La respuesta, sin embargo, fue descarada. Contestaron, “Si éste no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado”. Era una sugerencia abierta. Quería decir, “Gobernador, si sabes lo que te conviene, deja de hacer preguntas. Sabes muy bien que en casi todos los asuntos nosotros somos el tribunal supremo en Israel. Deberías confirmar nuestra decisión y hacer lo que te pedimos que hagas”. Pilato todavía no sabía que los líderes judíos estaban dispuestos a dar muerte a Jesús. Pensando que lo que ellos querían era infligir un castigo menor, no acierta a comprender por qué deberían molestarlo con este detenido. Y si ni siquiera están dispuestos a presentar una acusación legal, entonces no quiere saber nada del caso. Por ello, cuando ahora exclama, “Tomadle vosotros, y juzgadle según vuestra ley”, no quiere dar a entender que el detenido ni siquiera hubiera sido juzgado. No, lo que quiere decir es: “Haceros cargo del caso vosotros mismos”. El verbo que se utiliza en el original tiene muchos matices de significado (véase sobre 3:17), y puede muy bien indicar (como parece ser el caso aquí), sentenciar, juzgar, condenar.

CONCLUSIÓN

     Nos encontramos aquí con Poncio Pilato, símbolo de la gente que dice: “Quiero lavarme las manos.” Él se asemeja a millones de personas sinceras en apariencia pero que en realidad encubren hipocresía o indolencia. Pilato era un hombre escapadizo, como quienes oyen la verdad pero quieren escabullirse, como quien entiende la verdad pero no quiere confrontar lo que implica conocerla.


     Vemos aquí acomodo político. Pilato simboliza a quienes saben lo que es justo y verdadero pero prefieren lavarse las manos a fin de quedar bien con todos. Poncio Pilato era el típico individuo con falsa sinceridad, con una sonrisa en el rostro pero con corazón turbio y falso. Obviamente sabía todo lo referido a Jesús y sus enseñanzas, pero no obstante se lava las manos, desentendiéndose de la situación. Tenía la autoridad humana para liberar a Jesús pero no lo hizo pues era un hipócrita irresponsable. Además su aparente obstinación y violencia sólo encubrían su debilidad.

lunes, 9 de marzo de 2015

LA INTERROGACIÓN DE JESÚS

Lección Escuela Dominical Domingo 15 de marzo de 2015

Juan 18:19 al 24
Juan 7:16-17

INTRODUCCIÓN

   En contraste con Pedro, Jesucristo, el hombre perfecto, confiesa la buena  confesión. De acuerdo a la ley judía era responsabilidad de los sacerdotes presentar testigos en el juicio. Anás debió haberlo hecho. Y más aún, la ley judía señalaba que primero debían llamarse los testigos para la defensa. Sin embargo, en este juicio sólo hubo testigos falsos, cuyos testimonios ni siquiera concordaban (Mr. 14:55–59). Fue otra prueba de que todo el juicio era una farsa. Por otra parte, el hecho de hacer que el acusado se incriminara a sí mismo no estaba de acuerdo con los más aceptados procedimientos legales de Israel. No había por qué hacer todas esas preguntas a Jesús ya que sus enseñanzas habían sido públicas y quienes lo habían escuchado podían presentar testimonio (20–21).

DESARROLLO

   Volviendo ahora a la primera fase del juicio ante los judíos, a la cual asignamos el nombre de Audiencia preliminar ante Anás, no debe eludir nuestra atención el hecho que Juan pasa a propósito del relato de la negación al del juicio, y luego de nuevo al de la negación. Lo hace para mostrar que Jesús sufrió intensamente en conexión con ambos.

    Sufrió al ser negado. Sufrió también al ser juzgado, como si fuera un criminal. Entre los dos (negación y juicio) había este contraste: ¡en tanto que Pedro negó, Jesús confesó la verdad! Para él que es absolutamente sin pecado, el verse sometido a un juicio realizado por hombres pecadores fue en sí mismo una profunda humillación. Ser juzgado por tales hombres, bajo tales circunstancias hizo que la humillación fuera infinitamente peor.   El avaricioso, mañoso, vengativo Anás (véase sobre 18:13), el brusco, astuto, hipócrita Caifás (ver en 11:49, 50), el hábil, supersticioso, egoísta Pilato (véase sobre 18:29); y el inmoral, ambicioso, superficial Herodes Antipas; ¡éstos fueron sus jueces!

    En realidad, todo el juicio fue una farsa. Fue un falso juicio. No hubo intención alguna dar a Jesús una audiencia adecuada, para que se pudiera descubrir, en estrecha conformidad con las leyes de la evidencia, si las acusaciones contra él eran o no justas. En los anales de la jurisprudencia no ha habido nunca una parodia de justicia más escandalosa que ésta. Además, a fin de llegar a esta conclusión no es para nada necesario hacer un estudio minucioso de todos los puntos técnicos respecto a la ley judía de ese tiempo. Varios autores han puesto de relieve que el juicio de Jesús fue ilegal por varias razones técnicas, tales como las siguientes:

1... No se permitía juzgar a nadie con riesgo de la vida durante la noche. Sin embargo, Jesús fue juzgado y condenado entre las horas 1–3 de la madrugada del viernes.
2... El arresto de Jesús se realizó como resultado de un soborno, a saber, el dinero recibido por Judas,
3... Se le pidió a Jesús que se acusara a sí mismo,
4... En casos de castigo capital, la ley judía no permitía que la sentencia se pronunciara sino hasta el día siguiente de haber sido encontrado culpable el acusado.

   Pero para cualquier persona imparcial resulta evidente de inmediato que todos estos puntos técnicos no son sino otros tantos detalles. El punto principal no es sino éste: se había decidido mucho antes que Jesús debería morir (véase sobre 11:49, 50). Y el motivo detrás de esta decisión era la envidia. Los líderes judíos simplemente no podían soportarlo que ellos comenzaban a perder su influencia sobre el pueblo y que Jesús de Nazaret los hubiera acusado y desenmascarado públicamente.

    Estaban llenos de furia porque el nuevo profeta había puesto al descubierto sus motivos ocultos, y había llamado antro de ladrones el patio del templo en el cual ellos obtenían gran parte de sus beneficios. Superficialmente, los dignos sumos sacerdotes, ancianos y escribas podrían fingir una aparente indiferencia en su conducta; por dentro estaban irritados hasta la venganza, agitados hasta la violencia. ¡Estaban sedientos de sangre!

    Por ello, esto no es un juicio sino una trama, y toda la trama es de ellos. Ellos la han ideado, y ellos procuran que se lleve a cabo. Los oficiales de ellos toman parte en el arresto de Jesús. ¡Ellos mismos estuvieron presentes! Ellos buscan los testigos—¡claro que falsos testigos!—contra Jesús, para poder ellos llevarlo a la muerte (Mt. 26:59). Todos ellos lo condenan como merecedor de la muerte (Mr. 14:67). “Ellos (por medio de sus secuaces) llevaron a Jesús atado” (Mr. 15:1). Ellos lo entregan a Pilato (Jn. 18:28). Ante Pilato ellos agitan al pueblo para que libere a Barrabás a fin de que Jesús pueda ser destruido (Mt. 27:20). Ellos intimidan a Pilato, hasta que éste les entrega a Jesús para que lo crucifiquen (Jn. 19:12, 16). Incluso cuando Jesús cuelga en la cruz, ellos se ríen de él, diciendo, “A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar” (Mr. 15:31).

En consecuencia, esto no es en realidad un juicio. ¡Es un homicidioVv20-21 Jesús realizaba su ministerio a la luz de todos, pues quería revelar el amor de Dios a todo el mundo. Se piensa que su respuesta se debe al hecho de que legalmente no interrogaban al acusado, sino a los testigos. Se ha afirmado que legalmente el hombre se consideraba absolutamente inocente y más, ni acusado, hasta que la evidencia de los testigos hubiera sido presentada y confirmada. En efecto, Jesús estaba recordándole al sumo sacerdote que no tenía derecho de interrogarle hasta la presentación de la evidencia con testigos y ésta confirmada. Se piensan que el sumo sacerdote pensaba atrapar a Jesús en una confesión, o que este interrogatorio era un examen no oficial.

   La explicación dada en el versículo anterior de la legalidad del procedimiento armoniza con la respuesta (v.21). Jesús invita al sumo sacerdote a traer sus testigos y presentar la evidencia de lo que él sospechaba. Nótese que Jesús no contesta la pregunta en cuanto a sus discípulos. Desea protegerlos hasta donde fuera posible. En la interrogación, Jesús atrae toda la atención sobre sí mismo.

    Mientras Jesús, como prisionero, estaba de pie con las manos atadas ante Anás, un miserable secuaz, parte de la guardia del templo (véase sobre 18:3), trató de aprovechar la situación para su propio mezquino provecho. ¡El hombre quizá había estado pensando en una promoción! Así pues, le dio un golpe en el rostro a Jesús (cf. Mi. 5:1). Al hacerlo dijo en tono de censura burlona, “¿Así respondes al sumo sacerdote?” Si Jesús hubiera sido un hombre ordinario, y si hubiera sido reo de un crimen, no habría merecido tal trato.

   Después de todo, incluso la persona culpable tiene sus derechos. Según la ley judía no tenía obligación de dar testimonio contra sí mismo. Aquí, sin embargo, no se trata de un hombre ordinario, sino del Hijo de Dios, del verdadero Sumo Sacerdote. Y no era culpable, sino completamente inocente. Era más que simplemente inocente; era santo. El secuaz había tenido suficiente oportunidad para descubrirlo. Por ello, su acción fue totalmente despreciable. Era la clase de hombre que, en una controversia, quiere “estar del lado del más fuerte”.

CONCLUSIÓN

     La verdad ofende aun a los de alta posición como Anás. El mundo está tan acostumbrado a mentir cuando se halla bajo presión, que el sumo sacerdote se sintió ofendido cuando el Señor respondió cortés pero verazmente. Anás había pedido a Jesús que dijera la verdad, pero cuando el Señor así lo hace se ofende y no quiere oír. Y ante la verdad Anás se lavó las manos (como luego lo haría Pilato), y lo envió a Caifás.

Jesús sabía que la verdad que predicaba y personificaba era la verdad de las verdades. Es por ello que no había motivo para echarse atrás, avergonzarse, humillarse o pedir disculpas.


   Los cristianos sabemos que el evangelio de Jesucristo es la verdad y no tenemos por qué avergonzarnos de la sana doctrina que creemos. Confesemos la buena confesión como lo hizo Jesús. En estos días modernos debemos tomar la misma posición de Jesús: confesar a Cristo y su doctrina. Dios nos libre de negar nuestra amistad con Jesús (como hizo Pedro). Sigamos el ejemplo del Maestro.

martes, 3 de marzo de 2015

Jesús ante Anás. La negación de Pedro

Lección Domingo 08 de Marzo de 2015

JUAN 18:12 AL 18
HECHOS 4:25-26

INTRODUCCIÓN

     Los soldados dejaron ir a los discípulos, apresaron a Jesús y se lo llevaron atado para presentarlo primeramente a Anás, suegro del sumo sacerdote.   Anás había sido sumo sacerdote, un oficio de por vida según el Antiguo Testamento. Los romanos, sin embargo, lo habían depuesto y habían nombrado en su lugar a su yerno Caifás (ver Lc. 3:2). Es posible que para muchos judíos Anás todavía fuera considerado como el legítimo sumo sacerdote, y además es probable que ejerciera el poder, aunque técnicamente ya no lo ostentara.

DESARROLLO

    Para seguir la narración agrupamos aquí los dos pasajes que se refieren a la vista ante Anás, y haremos lo mismo con los otros dos que tratan de la tragedia de Pedro.

     Vv. 12-14. Juan es el único de los evangelistas que nos dice que Jesús fue conducido en primer lugar a presencia de Anás. Anás era un personaje célebre. Se escribe de él: «No hay figura de la historia judía de aquel tiempo que nos sea más conocida que la de Anás; ninguna persona era más afortunada o influyente, pero tampoco más vilipendiada, que el ex sumo sacerdote.» Había sido sumo sacerdote entre los años 6 y 15 d.C., y cuatro de sus hijos también ocuparon ese puesto, y Caifás, que era su yerno. Había habido un tiempo, cuando los judíos eran libres, en que el puesto de sumo sacerdote era vitalicio; pero, cuando llegaron los procuradores romanos, se alcanzaba mediante conspiraciones, intrigas, sobornos y corrupción. Se nombraba al mayor sicofanta, al mejor postor, al que consiguiera mantenerse en la cuerda floja con el gobernador romano.

     El sumo sacerdote era el que daba facilidades y prestigio y comodidades y poder a los dueños del país, no sólo con sobornos, sino también con estrecha colaboración. La familia de Anás era inmensamente rica, y uno tras otro de sus hijos había alcanzado la cima con sobornos e intrigas, mientras él mismo seguía moviendo todas las marionetas.

     Su manera de hacer dinero tampoco era menos objetable. En el Atrio de los Gentiles estaban los puestos de vendedores de animales para los sacrificios, a los que Jesús había echado con cajas destempladas. No eran comerciantes, sino desolladores. Todas las víctimas que se ofrecían en sacrificio en el templo tenían que estar libres de mancha o defecto. Había inspectores que lo comprobaban. Si se traía un animal de fuera del templo, se podía estar seguro de que le encontrarían algún fallo. De esa manera se obligaba al fiel a comprar en el templo la víctima que quisiera ofrecer, que ya habría pasado la revisión y no había peligro de que se la rechazaran.    Eso habría sido conveniente y de ayuda si no hubiera sido por una cosa: en el templo todo costaba diez veces más. Todo el negocio era una desvergonzada explotación, y los puestos de venta en el templo se llamaban < El Bazar de Anás», porque eran propiedad de su familia, y la manera en que Anás había amasado su fortuna.

    Los mismos judíos odiaban a la familia de Anás. Hay un texto en el Talmud que dice: « ¡Ay de la casa de Anás! ¡Ay de su silbido de serpientes! Son sumos sacerdotes; sus hijos son los tesoreros del templo; sus yernos, los guardias del templo, y sus criados arremeten contra los fieles a garrotazos.» Anás y su familia eran célebres.

     Ahora podemos entender por qué había dispuesto Anás que le llevaran a Jesús en primer lugar a él: Jesús había atentado contra sus intereses creados, había echado del templo a los vendedores de víctimas y había tocado a Anás en la parte más sensible de su persona, la bolsa. Anás quería ser el primero en regodearse en la captura de aquel perturbador galileo.

      Jesús no tenía la menor esperanza de justicia. Había tocado los intereses creados de Anás y sus colegas, y sabía que estaba condenado antes de ser juzgado. Cuando uno está implicado en un negocio sucio, su único deseo es eliminar a cualquiera que se le oponga. Si no lo puede hacer por las buenas, lo hará por las malas.

   Vv15-18  Cuando los otros discípulos abandonaron a Jesús y huyeron, Pedro se negó a hacerlo. Siguió a Jesús, después del arresto, porque no podía hacer otra cosa. Y así llegó a la casa del sumo sacerdote Caifás en compañía de otro discípulo que tenía acceso a la casa porque era conocido del sumo sacerdote. Ha habido muchas especulaciones acerca de quién era el otro discípulo. Algunos han dicho que sería simplemente algún discípulo desconocido cuyo nombre no sabremos nunca. Otros le han identificado con Nicodemo o con José de Arimatea, que eran miembros del sanedrín y conocerían bien al sumo sacerdote. Una curiosa sugerencia es quesería Judas Iscariote, que habría estado yendo y viniendo bastante para preparar su traición y ya le conocerían la portera y el mismo sumo sacerdote. Pero lo único que parece descartar esta teoría es que, después de la escena del huerto, la participación de Judas en la traición habría quedado clara, y es increíble que Pedro tuviera el menor contacto con él. El punto de vista tradicional es que el discípulo innominado no era otro que el mismo Juan. Así es que Pedro, en el patio de la casa del sumo sacerdote, negó a su Señor. No ha habido nadie que haya sido tan cruel - mente tratado como Pedro por comentaristas y predicadores. En lo que siempre se hace hincapié es en su fracaso y vergüenza. Pero hay otras cosas que debemos recordar.

    (i) Debemos recordar que todos los demás discípulos excepto Juan, si era él el discípulo anónimo, abandonaron a Jesús y huyeron. Pero pensad en lo que hizo Pedro: sólo él desenvainó la espada en notoria desventaja en el huerto, y sólo él siguió a Jesús, aunque fuera sin ser reconocido, a ver lo que sucedía. Lo primero que debemos recordar de Pedro no es su fracaso, sino el valor que le mantuvo lo más cerca posible de Jesús cuando los demás habían huido. Su fracaso sólo le podía ocurrir a una persona de valor superlativo. Falló, no por ser un cobarde, sino por ser un valiente.

     (ii) Debemos recordar lo mucho que Pedro amaba a Jesús. Los otros habían abandonado a Jesús; sólo Pedro se mantuvo lo más cerca posible. Amaba tanto a Jesús que no podía separarse de Él. Cierto que falló; pero falló en circunstancias que sólo uno que amara entrañablemente tendría que arrostrar.

    (iii) Debemos recordar hasta qué punto Pedro se redimió a sí  mismo. Las cosas no le podían haber resultado fáciles. La historia de su negación correría maliciosamente de boca en boca. Puede que la gente, como cuenta la leyenda, imitaran a su paso el canto del gallo. Pero Pedro tenía la constancia y el coraje necesarios para redimirse, para empezar desde el fracaso y llegar hasta la victoria.

    La clave del asunto es que fue el auténtico Pedro el que hizo protestas de lealtad en el aposento alto; fue el auténtico Pedro el que desenvainó su solitaria espada en el huerto a la luz de la luna; fue el auténtico Pedro el que siguió a Jesús, porque no podía dejar que se le llevaran solo; no fue el auténtico Pedro el que se quebró ante la tensión y negó a su Señor. Y eso era lo que sólo Jesús podía ver. Lo tremendo de Jesús es que, por debajo de todos nuestros fallos, Él ve a la persona auténtica. Él comprende. Él nos ama, no por lo que somos, sino por lo que tenemos posibilidad de llegar a ser. El amor perdonador de Jesús es tan grande que ve nuestra personalidad auténtica, no en nuestros fracasos, sino en nuestra lealtad; no en nuestras caídas, sino en nuestro esfuerzo por alcanzar la bondad, aun cuando seamos vencidos.

CONCLUSIÓN

    ¿Podemos asegurar nosotros que nunca hemos negado a Jesús? ¿Acaso jamás nos hemos avergonzado de nuestra fe o tratado de esconderla? ¿No hemos sido cobardes en algún momento? Demos gracias a Dios que él es paciente y nos perdona pues en su misericordia conoce nuestra condición y se acuerda de que somos polvo (sal. 103:14).

    Sin embargo, no debemos minimizar lo que hizo Pedro. No sólo siguió al Señor de lejos, tuvo miedo y se unió a los enemigos de Jesucristo, sino que además mintió en forma rotunda. Y el Señor incluyó este incidente en las Escrituras para dejarnos una lección: Aun los más fuertes se vuelven cobardes cuando hay amenazas.


    Debemos humillarnos y pedirle a Dios que en circunstancias difíciles y críticas tengamos fuerzas para no negarlo. Sería hermoso morir sin haber negado jamás al Señor, cuéstenos lo que nos costare.