martes, 3 de marzo de 2015

Jesús ante Anás. La negación de Pedro

Lección Domingo 08 de Marzo de 2015

JUAN 18:12 AL 18
HECHOS 4:25-26

INTRODUCCIÓN

     Los soldados dejaron ir a los discípulos, apresaron a Jesús y se lo llevaron atado para presentarlo primeramente a Anás, suegro del sumo sacerdote.   Anás había sido sumo sacerdote, un oficio de por vida según el Antiguo Testamento. Los romanos, sin embargo, lo habían depuesto y habían nombrado en su lugar a su yerno Caifás (ver Lc. 3:2). Es posible que para muchos judíos Anás todavía fuera considerado como el legítimo sumo sacerdote, y además es probable que ejerciera el poder, aunque técnicamente ya no lo ostentara.

DESARROLLO

    Para seguir la narración agrupamos aquí los dos pasajes que se refieren a la vista ante Anás, y haremos lo mismo con los otros dos que tratan de la tragedia de Pedro.

     Vv. 12-14. Juan es el único de los evangelistas que nos dice que Jesús fue conducido en primer lugar a presencia de Anás. Anás era un personaje célebre. Se escribe de él: «No hay figura de la historia judía de aquel tiempo que nos sea más conocida que la de Anás; ninguna persona era más afortunada o influyente, pero tampoco más vilipendiada, que el ex sumo sacerdote.» Había sido sumo sacerdote entre los años 6 y 15 d.C., y cuatro de sus hijos también ocuparon ese puesto, y Caifás, que era su yerno. Había habido un tiempo, cuando los judíos eran libres, en que el puesto de sumo sacerdote era vitalicio; pero, cuando llegaron los procuradores romanos, se alcanzaba mediante conspiraciones, intrigas, sobornos y corrupción. Se nombraba al mayor sicofanta, al mejor postor, al que consiguiera mantenerse en la cuerda floja con el gobernador romano.

     El sumo sacerdote era el que daba facilidades y prestigio y comodidades y poder a los dueños del país, no sólo con sobornos, sino también con estrecha colaboración. La familia de Anás era inmensamente rica, y uno tras otro de sus hijos había alcanzado la cima con sobornos e intrigas, mientras él mismo seguía moviendo todas las marionetas.

     Su manera de hacer dinero tampoco era menos objetable. En el Atrio de los Gentiles estaban los puestos de vendedores de animales para los sacrificios, a los que Jesús había echado con cajas destempladas. No eran comerciantes, sino desolladores. Todas las víctimas que se ofrecían en sacrificio en el templo tenían que estar libres de mancha o defecto. Había inspectores que lo comprobaban. Si se traía un animal de fuera del templo, se podía estar seguro de que le encontrarían algún fallo. De esa manera se obligaba al fiel a comprar en el templo la víctima que quisiera ofrecer, que ya habría pasado la revisión y no había peligro de que se la rechazaran.    Eso habría sido conveniente y de ayuda si no hubiera sido por una cosa: en el templo todo costaba diez veces más. Todo el negocio era una desvergonzada explotación, y los puestos de venta en el templo se llamaban < El Bazar de Anás», porque eran propiedad de su familia, y la manera en que Anás había amasado su fortuna.

    Los mismos judíos odiaban a la familia de Anás. Hay un texto en el Talmud que dice: « ¡Ay de la casa de Anás! ¡Ay de su silbido de serpientes! Son sumos sacerdotes; sus hijos son los tesoreros del templo; sus yernos, los guardias del templo, y sus criados arremeten contra los fieles a garrotazos.» Anás y su familia eran célebres.

     Ahora podemos entender por qué había dispuesto Anás que le llevaran a Jesús en primer lugar a él: Jesús había atentado contra sus intereses creados, había echado del templo a los vendedores de víctimas y había tocado a Anás en la parte más sensible de su persona, la bolsa. Anás quería ser el primero en regodearse en la captura de aquel perturbador galileo.

      Jesús no tenía la menor esperanza de justicia. Había tocado los intereses creados de Anás y sus colegas, y sabía que estaba condenado antes de ser juzgado. Cuando uno está implicado en un negocio sucio, su único deseo es eliminar a cualquiera que se le oponga. Si no lo puede hacer por las buenas, lo hará por las malas.

   Vv15-18  Cuando los otros discípulos abandonaron a Jesús y huyeron, Pedro se negó a hacerlo. Siguió a Jesús, después del arresto, porque no podía hacer otra cosa. Y así llegó a la casa del sumo sacerdote Caifás en compañía de otro discípulo que tenía acceso a la casa porque era conocido del sumo sacerdote. Ha habido muchas especulaciones acerca de quién era el otro discípulo. Algunos han dicho que sería simplemente algún discípulo desconocido cuyo nombre no sabremos nunca. Otros le han identificado con Nicodemo o con José de Arimatea, que eran miembros del sanedrín y conocerían bien al sumo sacerdote. Una curiosa sugerencia es quesería Judas Iscariote, que habría estado yendo y viniendo bastante para preparar su traición y ya le conocerían la portera y el mismo sumo sacerdote. Pero lo único que parece descartar esta teoría es que, después de la escena del huerto, la participación de Judas en la traición habría quedado clara, y es increíble que Pedro tuviera el menor contacto con él. El punto de vista tradicional es que el discípulo innominado no era otro que el mismo Juan. Así es que Pedro, en el patio de la casa del sumo sacerdote, negó a su Señor. No ha habido nadie que haya sido tan cruel - mente tratado como Pedro por comentaristas y predicadores. En lo que siempre se hace hincapié es en su fracaso y vergüenza. Pero hay otras cosas que debemos recordar.

    (i) Debemos recordar que todos los demás discípulos excepto Juan, si era él el discípulo anónimo, abandonaron a Jesús y huyeron. Pero pensad en lo que hizo Pedro: sólo él desenvainó la espada en notoria desventaja en el huerto, y sólo él siguió a Jesús, aunque fuera sin ser reconocido, a ver lo que sucedía. Lo primero que debemos recordar de Pedro no es su fracaso, sino el valor que le mantuvo lo más cerca posible de Jesús cuando los demás habían huido. Su fracaso sólo le podía ocurrir a una persona de valor superlativo. Falló, no por ser un cobarde, sino por ser un valiente.

     (ii) Debemos recordar lo mucho que Pedro amaba a Jesús. Los otros habían abandonado a Jesús; sólo Pedro se mantuvo lo más cerca posible. Amaba tanto a Jesús que no podía separarse de Él. Cierto que falló; pero falló en circunstancias que sólo uno que amara entrañablemente tendría que arrostrar.

    (iii) Debemos recordar hasta qué punto Pedro se redimió a sí  mismo. Las cosas no le podían haber resultado fáciles. La historia de su negación correría maliciosamente de boca en boca. Puede que la gente, como cuenta la leyenda, imitaran a su paso el canto del gallo. Pero Pedro tenía la constancia y el coraje necesarios para redimirse, para empezar desde el fracaso y llegar hasta la victoria.

    La clave del asunto es que fue el auténtico Pedro el que hizo protestas de lealtad en el aposento alto; fue el auténtico Pedro el que desenvainó su solitaria espada en el huerto a la luz de la luna; fue el auténtico Pedro el que siguió a Jesús, porque no podía dejar que se le llevaran solo; no fue el auténtico Pedro el que se quebró ante la tensión y negó a su Señor. Y eso era lo que sólo Jesús podía ver. Lo tremendo de Jesús es que, por debajo de todos nuestros fallos, Él ve a la persona auténtica. Él comprende. Él nos ama, no por lo que somos, sino por lo que tenemos posibilidad de llegar a ser. El amor perdonador de Jesús es tan grande que ve nuestra personalidad auténtica, no en nuestros fracasos, sino en nuestra lealtad; no en nuestras caídas, sino en nuestro esfuerzo por alcanzar la bondad, aun cuando seamos vencidos.

CONCLUSIÓN

    ¿Podemos asegurar nosotros que nunca hemos negado a Jesús? ¿Acaso jamás nos hemos avergonzado de nuestra fe o tratado de esconderla? ¿No hemos sido cobardes en algún momento? Demos gracias a Dios que él es paciente y nos perdona pues en su misericordia conoce nuestra condición y se acuerda de que somos polvo (sal. 103:14).

    Sin embargo, no debemos minimizar lo que hizo Pedro. No sólo siguió al Señor de lejos, tuvo miedo y se unió a los enemigos de Jesucristo, sino que además mintió en forma rotunda. Y el Señor incluyó este incidente en las Escrituras para dejarnos una lección: Aun los más fuertes se vuelven cobardes cuando hay amenazas.


    Debemos humillarnos y pedirle a Dios que en circunstancias difíciles y críticas tengamos fuerzas para no negarlo. Sería hermoso morir sin haber negado jamás al Señor, cuéstenos lo que nos costare.

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