LECCIÓN DOMINGO 23 DE AGOSTO DE 2015
HECHOS 2: 37 AL 41
LUCAS 24: 46 Y 47
INTRODUCCIÓN

DESARROLLO
Los presentes aceptan el desafío y deciden acudir a los predicadores (Lc. 3:10; Hch. 9:6; 16:30). Están desorientados y buscan directivas definidas. La respuesta es también similar a la de Juan el Bautista (Mt. 3:2) y la del Señor Jesús. Pero los resultados fueron diferentes. En los casos anteriores continuaron siendo israelitas, pero ahora pasan a ser el cuerpo de Cristo, la iglesia. ¿Por qué? Porque anduvieron un camino distinto, comenzaron igual, pero después de la resurrección y ascensión de Cristo el propósito de Dios era otro.
El arrepentimiento es el punto inicial en el proceso de la regeneración. Dios no pone parches o remiendos sobre las vidas viejas sino que cambia la persona. Arrepentirse es cambiar la mente como paso previo para vivir de otra manera (8:22; 17:30; 20:21). Es reaccionar contra el pasado y renunciar a todas sus exigencias, rechazando definitivamente las demandas de Satanás. El arrepentimiento verdadero trae paz y abre la puerta para seguir adelante con otras decisiones. En el caso que estudiamos los apóstoles les indicaron: “bautícese cada uno en el nombre de Jesucristo”. Para los judíos esta señal externa del arrepentimiento les resultaba fácil de entender y daba continuidad a la proclama de Juan el Bautista, relacionada específicamente con el nombre del Señor Jesús y el don del Espíritu Santo (18:25; 19:3).
Bautizarse en el “nombre de Jesús” no es una fórmula como pasó a ser después para algunas sectas. Es como decirles: “Sométanse bajo el Cristo que rechazaron”. Es someterse a su autoridad, reconocer sus demandas y enrolarse en su servicio. Es decir, utilizando el mismo método con que los hebreos aceptaban a los prosélitos, Pedro les enseña que deben someterse al Señor Jesús (comp. He. 6:1–2).
Bautizan en “su nombre” porque están bajo la autoridad del Señor Jesús que los ha comisionado (Mt. 28:19; Hch. 15:17). Indica que el tema de “toda potestad” (autoridad) afecta a todos los creyentes sin discriminación (v. 44).
Habiendo ellos obedecido y demostrado que realmente habían cambiado, Dios tiene dos regalos: el perdón de pecados y el don del Espíritu Santo.
a. El perdón de los pecados
Este perdón es amplio e incluye todo su pasado, incluido el rechazo al Señor Jesús. Perdonar en calidad de “remitir” o “enviar lejos” es la forma más utilizada en el NT para indicar el propósito divino de eliminar la culpa del culpable y enviarla “a lo invisible” (Lc. 5:20; 7:47; 1 Jn. 1:9) (comp. Lv. 4:20, 26; 5:10, 13; Nm. 15:25).
El perdón no es una acción de parte de Dios que merecemos o nos corresponde tener, sino que es una gracia suya hacia nosotros. En consecuencia, debemos recibirlo con gratitud y aceptarlo con [p 92] gozo porque es el mejor beneficio que podamos recibir de manos suyas.
También tenemos la obligación de administrarlo (Mt. 6:12; Lc. 6:37). La disposición de perdonar a otros es el indicio de que nos hemos arrepentido y perdonado a nosotros mismos. Nace como una vertiente de gracia que surge de corazones que conocieron la integridad.
Aquellos hermanos sintieron que algo había ocurrido en sus corazones y que la enseñanza tantas veces repetida por el Señor (Mt. 18:23–35) se había transformado en una realidad para ellos (5:31; 13:38). Estaban perdonados.
b. El don del Espíritu Santo
Aquí está la gran diferencia entre el perdón hasta ese momento y a partir de Pentecostés. Ahora la “promesa” está inmediatamente detrás. Recibir el Espíritu Santo es recibir a Dios mismo en el interior. El los bautiza, los habita, los regenera y los transforma en familia (Ef. 2:19). El don expresa esencialmente algo obsequiado con libertad, buena voluntad y generosidad. Así es la salvación (2 Co. 9:15) y también el Espíritu Santo
(10:45; 11:17). Son regalos que no tienen precio, no se los puede pagar ni revender porque son obsequios particulares de Dios para nosotros.
La Escritura confirma que “todo don perfecto” (Stg. 1:17) viene de Dios como un acto espontáneo de su gracia. Como veremos más adelante charisma (que también significa don) se utiliza más especialmente para los dones espirituales que debemos administrar a otros (1 P. 4:10–11).
c. El alcance de la promesa
La multitud se enteró de que la “promesa” (el don del Espíritu) no era sólo para los apóstoles o los ciento veinte inicialmente reunidos, sino para todos. En ese todos estaban incluidas más personas que las que Pedro mismo imaginaba. Dios había decidido bendecir al mundo con el mensaje del evangelio. El v. 39 es muy explícito porque dice que la “promesa” (que es también el don, o el bautismo en el Espíritu Santo) (1:4–5; 2:33) es para todos los presentes y “para todos los que están lejos”, refiriéndose en principio a los judíos en la dispersión (1 P. 1:1–2) y en segundo lugar según el propósito de Dios—a los gentiles. Cada persona llamada por medio del evangelio (Ro. 8:28–29) recibe ambos dones, vinculados con los propósitos de la salvación.
De modo que la promesa no es únicamente para los distantes en tiempo sino también en lugar. Pedro tiene en cuenta dos pasajes del AT (Is. 57:19; Jl. 2:32).
d. La conclusión del discurso
Pedro continuó confirmando su argumento con “muchas otras palabras”. Lucas no explica cuáles fueron los temas abordados en estas muchas palabras. Es su metodología en este escrito (8:25; 10:42; 18:5; 20:21, 23, 24) pero es muy probable que Pedro haya tenido que insistir sobre el modo de librarse del pasado que estaba entrañablemente unido a ellos.
Dice que “testificaba”, es decir ponía razones para acreditar lo que afirmaba mostrando posiblemente ejemplos o destacando lo sucedido con ellos mismos. Además los “exhortaba” llamándolos a un compromiso formal con la vida espiritual que propone el reino de Dios (11:23; 14:22; 15:32). La frase “sed salvos de esta perversa generación” (v. 40; ver Fil. 2:15) (comp. Dt. 32:5), demuestra en pocas palabras todo el contenido de lo que Pedro enseñaba. Él quiso resumir en pocas palabras la posición cristiana con respecto al mundo que había rechazado a Cristo (Mt. 16:4; 17:7) por cuya causa estaban bajo el juicio de Dios (comp. Mt. 23:36).
Les presenta una sola puerta de escape: la recepción del evangelio. Pedro es uno de los predicadores que acentúa la liberación de los salvos del juicio venidero—que los apóstoles creían que estaba muy próximo (3:19).
Conclusión
Entre la multitud de aquel día se generó un clamor que sorprendió a centenares de observadores. Nada menos que “alrededor de tres mil” personas obedecieron la palabra dada. No hubo secretos; todos ven los cambios y asisten a los bautismos a la usanza hebrea (Mt. 3:11, 16). Aunque la ceremonia no tenía el mismo significado que en el sacerdocio levítico, para todos era como “dar vuelta la hoja” en sus vidas a fin de iniciar una etapa totalmente diferente.